viernes, 25 de abril de 2008

MICRO-CUENTO BÚMERAN

Después de haber disfrutado de la lectura de "Antes del almuerzo" de Ana Mª Moix, nos enfrentamos ahora a Julio Cortázar y su "Continuidad en los parques". Es muy posible que quien los lea encuentre ciertas similitudes entre los dos. Cierto, se asemejan a dos búmeran tirados por manos distintas y que, sin embargo, los dos vuelven a sus dueños.


CONTINUIDAD EN LOS PARQUES

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intromisiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, adsorbido por la sórdida coyuntura de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arrollo de serpientes, y se sentía que todo está decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
.
de "Final de juego", Julio Cortázar 1956

sábado, 12 de abril de 2008

OTRA BROMA DE BUEN GUSTO

Intentar resumir este relato conlleva un resultado siempre insatisfactorio. En realidad, quizá debería decirse que «Antes del almuerzo» es un cuento que no cuenta nada o, al menos, que parece que no cuenta nada y, sin embargo, el texto llama una y otra vez al placer que ofrece. La conclusión de la lectura de estas pocas líneas podría no ser otra que ver «Antes...» como una lección teórica, una excelente y amena lección. Este relato es una representación, y una reflexión, del acto de lectura, por tanto, una reflexión sobre el acto de la escritura. No en vano "escribir" y "leer" son dos instantes de una misma acción. Podría decirse en formulación gramatical que son dos formas temporales de un único verbo de compleja estructura: "escribirleer".
Otro relato que resultará ser una experiencia que nos sumirá en la más absoluta perplejidad.


ANTES DEL ALMUERZO

Me senté en la terraza del hotel y, en espera de la hora de la comida, abrí el libro y empecé a leer.
Así empezaba el libro que me dispuse a leer sentado en la terraza del hotel esperando la hora del almuerzo.
Apenas había leído unas diez páginas cuando el chico uniformado de gris me alargó un sobre que acababan de entregarle para mí. Fue entonces cuando, al levantar la vista del libro, me fijé en la rubia de verde que daba vueltas a mi alrededor. Traté de no fijarme demasiado en ella y abrí de nuevo el libro. Emprendí la lectura justo en el momento que la rubia vestida de verde daba vueltas alrededor del sillón. La rubia se me acercó por detrás y, con poco disimulo, trató de leer en mi libro. No se impaciente -dijo al ver que iba a hablarle-, yo no salgo hasta la página veintiuno. Dese prisa, antes aún han de salir la sirvienta y el banquero. Atónito leí. Dese prisa -decía- debemos hablar. Debí dejar de leer mucho antes. Ya era demasiado tarde. La puerta giratoria empezó a dar vueltas y apareció el banquero. Ya había empezado. Era preciso terminar pronto, que saliera la sirvienta, el banquero y ver qué significaba la comedia de la mujer de verde. Tal vez después de terminar el libro...
Estaba leyendo estas líneas cuando sentí el roce de la mano del botones en el brazo alargándome un sobre.
Ante la rubia de verde, ante sus palabras, me sentí irreal, leído. Intenté decirle que me dejara en paz, que ya sabía que iba a salir en la página veintiuno. Por lo visto no me tocaba decirlo. Tuve que esperar que saliera el banquero y la sirvienta.
Estoy leyendo, sentado en la terraza del hotel, mientras espero la hora de la comida. Ya he empezado el libro. Es inútil intentar dejarlo. Por el espejo, ya veo al chico uniformado que se acerca con un sobre en la mano, una rubia vestida de verde sale del interior del hotel. Sólo falta esperar al banquero y la sirvienta, y si el que lee no cierra el libro sabremos en qué termina todo esto.

Ana Mª Moix
Ese chico pelirrojo a quien veo cada día, 1973

jueves, 3 de abril de 2008

UN MICRORRELATO DE ÍÑIGO PÍRFANO

Cuando uno piensa que está ya todo escrito, se equivoca. El arte tiene la costumbre de servirse de la realidad para darle una vuelta y luego otra y otra, hasta que uno no encuentra otra cosa sino una espiral cuyo fin es, cuando menos, incierto. ¿Puede algún día agotarse el arte? ¿Dónde está la frontera entre ficción y realidad? A mí me gustaría preguntárselo a Íñigo Pírfano.
Sumerjámonos en este microrrelato. Le aseguro que se sentirá como el jugador de fútbol que sufre un quiebro con caño incluido y, sentado, se pregunta: "¿por dónde me la ha colado?"

LA FÁBULA DEL CIERVO Y EL ARROYO

Se acercó el ciervo a la superficie del arroyo. Se vio reflejado en ella. “¿Cuál de los dos es el real?”, pensó. Y se volvió a sumergir.

Íñigo Pírfano

miércoles, 2 de abril de 2008

UN RELATO DE JON GUTIÉRREZ DORRONSORO

Si quiere darse el gustazo de pasear por la senda de la "metagramática", encontrará en este sin par texto grandes dosis de humor, complicidad e ironía. Y es que, amigo mío, este relato es como el anuncio de las patatas fritas: "coma una y no dejará ninguna". Le aseguro que lo volverá a leer. Ah, y no se asuste con el comienzo... Espere a tomar el postre: "miscelánea de frutas, con genitivo incluido".
Jon Gutiérrez Dorronsoro, gran escritor y mejor persona, alumbró en 1999 este breve y singular relato, que mereció el Premio de Bibliotecas Públicas de Madrid en el año 2001.


LA GRAMÁTICA CONSTRUYE MI REALIDAD

Si no hubiera aprendido a hacer análisis sintácticos, no sabría desmontar mis estados de ánimo y echaría la culpa de todo lo que me pasa al portero, al jefe o al Gobierno. Ahora, tras aprobar el bachillerato, ingresar en la Facultad de Filología y hacer un brillante doctorado en Lingüística, puedo afirmar con total precisión y en el más correcto castellano que me cago en la puta de oros, que siento que la vida se me escapa entre los dedos, que sólo he llegado a ser una caricatura de mí mismo, que me pesan y mucho las bolsas de los ojos. Y el mérito es sólo mío.

Acabo de emplear una enumeración, recurso expresivo que consiste en recapitular las razones o partes de un discurso. He apuntalado la enunciación con un periodo breve, de gran economía comunicativa. Siento molestarles con esta observación, pero no he podido evitarlo. Tampoco puedo evitar que mi vida sea un martirio, ni que lo sea por el hecho de que me paso el día traduciendo la realidad en sintagmas y sufriendo al escuchar los brutales anacolutos que mis familiares, personas poco gentilicias, perpetran en la mesa y en complementos circunstanciales semejantes.

La gramática construye mi realidad. Un muro categórico-lingüístico se erige infranqueable entre mi triste sujeto y el de quienes me rodean. Hoy he llegado a esa conclusión.

Estábamos comiendo, sentados a la mesa, como formando una oración yuxtapuesta. Todo marchaba bien. La miscelánea de frutas, con genitivo incluido, era un postre digno para un almuerzo digno.

Pero, al llegar la cuarta cucharada, cometí el error de levantar la vista del plato, y advertí que mi suegra, una mujer posesiva, que domina como pocos la forma verbal imperativa, que me trata como a una oración subordinada, que me fuerza a responder a sus monólogos con mis más sumisos monosílabos, dirigía hacia mí su nariz, esa falta ortográfica que le cruza la cara. Decidí romper el hielo:

- Superlativo. Este postre es superlativo. Merecería inscribirse, con caracteres mayúsculos, en la antología de la exquisitez culinaria. Es un prodigio de composición y parasíntesis.

- Jorge, eres un caso.

Mi mujer acababa de compararme con las variaciones flexionales que, en algunas lenguas, experimentan las palabras en virtud de la función que desempeñan en la oración. Al parecer, no compartía mi punto de vista.

- Querida, lamento que no te guste la miscelánea de frutas.

- Querrás decir macedonia. Ma-ce-do-nia. Jorge, desde luego, eres...

- Sí, ya lo sé: una variación flexional.

En ese momento, un colectivo de género femenino y número plural, susceptible de ser adjetivado con calificativos de polaridad negativa, empezaba a mofarse de mí. Eran mis sobrinas.

Mis sobrinas tienen la curiosa habilidad de intrigar continuamente aquí y allá, en todos los adverbios que cabe imaginar, pero siempre tan unidas como el más inseparable de los diptongos. Yo les hago poco caso (o, si se prefiere, escasa variación flexional). Al fin y al cabo, pertenecen a la familia de mi querida mujer, y ya se sabe que la familia de mi querida mujer es de extracción humilde, palatal, y que padecen una disfunción afásica que sólo les permite decir vulgarismos.

Por eso, en principio, lo que puedan opinar sobre mí es insignificante (esto es, su opinión -en terminología saussureana- no lleva asociada referente alguno), pero lo cierto es que me neutraliza, y me lleva a sentirme tan prescindible como la anotación al margen de algún copista al margen de algún monasterio marginal.

Habrán podido constatar que la vida me es adversativa. Que tengo un problema prepositivo: que la gente se ríe de mí, y no conmigo. Que, dadas las circunstancias, puedo ser considerado un sujeto pasivo. Que soy un hombre solitario, intransitivo. Que llevo una vida sin complementos, una existencia carente de semántica. Que es como si hubiesen decidido ponerme entre paréntesis (o entre incisos, que es peor, pues son más discretos pero también más afilados y dañinos). Que de mí no se predican más que barbarismos. Que se permiten excesivas licencias retóricas conmigo, y que me veo incapaz de contestar a los insultos que me atributan. Que estoy ocupado en analizar lo que me dicen, lo cual sólo es posible cuando he conseguido vertebrarlo con los signos de puntuación pertinentes, ardua labor que me obsesiona y que está provocando que poco a poco me vaya deprimiendo, que es gerundio. Y punto.

Jon Gutiérrez Dorronsoro (Madrid, 1999)
VVAA, "Arrójame a las llamas y otros relatos", Ediciones Palabra, Madrid, 2001