Rescato de mi baúl unas líneas que, desde hace ya bastantes años, leo a cada nueva generación de intrépidos descubridores de la literatura. Y siempre, siempre, he visto en sus ojos la ilusión por parecerse un poco a este "misterioso personaje" que, sin llevarse ni premio ni aplauso, hace feliz a una niña acompañándola en su paso de la infancia a la adolescencia. Lo que a muchos se les pasa por alto es que tanto la muñeca como Kafka van a ir desapareciendo sin ruido de la memoria de la niña, siendo éste el pago por la felicidad de ella.
FRANZ KAFKA Y LA NIÑA
Imagina a Franz Kafka en una calle de Praga. No, no es Praga, es otra ciudad. Imagínalo en una calle de Berlín.
En noviembre de 1923 él y Dora Dymant cambiaron de casa, Grunewaldstrass, 13, alquilando dos habitaciones en casa de un médico.
Imagina a aquel escritor, ya afectado por la tuberculosis, paseando por la calle en una tarde nublada y tranquila.
Una niña llora en la acera. Franz Kafka se acerca a la niña que oculta su cara bajo mechones pelirrojos. Llora porque ha perdido su muñeca.
- ¡No, no se ha perdido! - le dice Franz Kafka.
Que no se ha perdido, que no llore, que la muñeca ha tenido que marcharse de viaje y que no se ha despedido de ella porque los adioses son tristes.
- Hace poco me he encontrado con tu muñeca - dice Franz Kafka - a la salida de la ciudad, y me ha dicho que te ha escrito.
Imagina a la niña secándose las lágrimas con sus manitas. La niña, desde la profundidad de sus ojos azules, mira al hombre moreno, al extraño mensajero.
El mensajero, Franz Kafka, sube calle arriba con su traje negro y paso lento, para perderse, como el más misteriosos de los mensajeros, en la esquina de la calle.
La niña, durante las siguientes semanas, recibió las cartas de la muñeca, en las que le contaba un viaje extraordinario, cada vez desde más lejos.
Joseba Sarrionandia, de No soy de aquí